Hace unos días estuve en la ciudad de
Córdoba, España.
Tenía la tentación de ir al Cementerio de
Nuestra Señora de la Salud, donde descansan los restos de “Manolete”.
Primero, localizar el cementerio. Según
el mapa, había llegado, pero solo veía edificios como de interés social y bajando
unos escalones, una pequeña iglesia blanca, con aspecto abandonado. Pasando la
entrada a la iglesia, encontré un enrejado que conducía al cementerio. Tonos
grises, como película en blanco y negro; como que una tarde, todo se detuvo...
Sentí pesado el ambiente, mucho silencio;
me dio miedo y no por los muertos, sino porque malvivientes hay en todos lados y
cualquier cosa que sucediera ahí, nadie lo notaría.
Caminé y caminé y no daba con la tumba. Seguí
adentrándome, hasta que tomé la radical decisión de dar media vuelta y no arriesgarme
a un asalto. Me detuve en seco y giré 180 grados para emprender la huida y,
misteriosamente, tropecé de frente con un mapa que decía: “Usted está aquí” y
abajo un listado de tumbas. La clara invitación a quedarme. Entonces, escéptica,
seguí aquellas confusas y escuetas indicaciones y en eso, empecé a escuchar
unas voces rompiendo el silencio, caminé hacia ellas y distinguí a tres hombres,
como sacados de otra época. Sus tonos eran sepias en su vestir y en su piel.
Me acerqué y me miraron sin sorpresa,
como si me estuvieran esperando, como si tuviéramos agendada esta cita. Les
pregunté por la tumba de “Manolete” y uno de ellos me dijo con total
naturalidad: "… está a su espalda, Señora..." y ahí, entre dos
árboles que sobresalían, estaba el Monstruo, lívido y etéreo, yaciendo con las
manos entrelazadas sobre su pecho… en total paz. Había tres flores, seguramente
puestas por estos hombres. No se cuántos minutos estuve frente a la tumba, donde
también descansa Doña Angustias. La vi desde todos los ángulos (en la parte
trasera hay una inscripción muy bella, dedicada al torero). Tras perder la
noción del tiempo observando y sintiendo, pensando y dimensionando, agradecí a
los señores y me encaminé a la salida. Instantáneamente volvió a reinar un
profundo silencio; tuve la tentación de voltear a ver si todavía estaban, pero
no lo hice. Salí del cementerio sin prisa, con el deber cumplido; sin miedo a
los vivos y mucho menos a los muertos.
Esta visita fue guiada por señales
ineludibles y pude ver al IV Califa en su paz, una paz que vivo, quizá nunca
sintió.
Pero comprendí, que los muertos, muertos están
y sus terrenos, no nos pertenecen.
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