sábado, 12 de diciembre de 2015

La paz del Califa

Hace unos días estuve en la ciudad de Córdoba, España.
Tenía la tentación de ir al Cementerio de Nuestra Señora de la Salud, donde descansan los restos de “Manolete”.
Primero, localizar el cementerio. Según el mapa, había llegado, pero solo veía edificios como de interés social y bajando unos escalones, una pequeña iglesia blanca, con aspecto abandonado. Pasando la entrada a la iglesia, encontré un enrejado que conducía al cementerio. Tonos grises, como película en blanco y negro; como que una tarde, todo se detuvo...
Sentí pesado el ambiente, mucho silencio; me dio miedo y no por los muertos, sino porque malvivientes hay en todos lados y cualquier cosa que sucediera ahí, nadie lo notaría.
Caminé y caminé y no daba con la tumba. Seguí adentrándome, hasta que tomé la radical decisión de dar media vuelta y no arriesgarme a un asalto. Me detuve en seco y giré 180 grados para emprender la huida y, misteriosamente, tropecé de frente con un mapa que decía: “Usted está aquí” y abajo un listado de tumbas. La clara invitación a quedarme. Entonces, escéptica, seguí aquellas confusas y escuetas indicaciones y en eso, empecé a escuchar unas voces rompiendo el silencio, caminé hacia ellas y distinguí a tres hombres, como sacados de otra época. Sus tonos eran sepias en su vestir y en su piel.
Me acerqué y me miraron sin sorpresa, como si me estuvieran esperando, como si tuviéramos agendada esta cita. Les pregunté por la tumba de “Manolete” y uno de ellos me dijo con total naturalidad: "… está a su espalda, Señora..." y ahí, entre dos árboles que sobresalían, estaba el Monstruo, lívido y etéreo, yaciendo con las manos entrelazadas sobre su pecho… en total paz. Había tres flores, seguramente puestas por estos hombres. No se cuántos minutos estuve frente a la tumba, donde también descansa Doña Angustias. La vi desde todos los ángulos (en la parte trasera hay una inscripción muy bella, dedicada al torero). Tras perder la noción del tiempo observando y sintiendo, pensando y dimensionando, agradecí a los señores y me encaminé a la salida. Instantáneamente volvió a reinar un profundo silencio; tuve la tentación de voltear a ver si todavía estaban, pero no lo hice. Salí del cementerio sin prisa, con el deber cumplido; sin miedo a los vivos y mucho menos a los muertos.
Esta visita fue guiada por señales ineludibles y pude ver al IV Califa en su paz, una paz que vivo, quizá nunca sintió.
Pero comprendí, que los muertos, muertos están y sus terrenos, no nos pertenecen.


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