sábado, 29 de diciembre de 2012

“Pastelerito”, ahora en un mejor lugar


La muerte aunque a veces esperada y liberadora, siempre entristece, porque significa el fin de algo.
El pasado jueves en la noche, ya casi en viernes, los brindis cambiaron de ser festivos a ser solemnes, en honor de alguien que murió.
Murió mi querido Maestro Jorge González, también conocido como “Pastelerito”. Él fue quien me enseñó a torear, o por lo menos hizo su mejor esfuerzo. Además me enseñó a hacer patrones de costura a partir de sacos de cemento, a hacer tabiques, detalles de arquitectura, y también me enseñó que se puede ser feliz si tienes siempre en la mente un proyecto. Esas cosas no las aprendes en Harvard.
Yo no soy de asomarme a la caja a ver al difunto, me horroriza, se me hace morboso, sin embargo, me asomé. Hace mucho no lo veía y me llevé de él una imagen dulce y en paz; con sus facciones moriscas -porque él siempre decía que tenía ascendencia morisca, a saber si será cierto- pero ayer volví a ver sus pómulos prominentes y esa nariz que siempre se me hizo tan perfecta, muy recta pero con una discreta joroba que le daba mucha elegancia. Estuve en la ciudad de México para darle el último adiós.
Si bien no cabe lamentarse de la muerte de un hombre de 93 años que ya estaba esperándola con ansias, si hay que lamentarse de la desaparición de personajes como él, uno de los últimos románticos de la Fiesta; una Fiesta en manos de promotores sin esencia, sin historias, sin autenticidad y sin gran amor por lo que hacen; una Fiesta donde esta raza en extinción ya no tiene cabida.
Cada vez que muere uno de estos personajes, muere con él, una parte de la Fiesta muy importante: la de un maletilla toreando en un pueblo perdido, pero con los sueños mucho más grandes que la mismísima Plaza México.
Jorgito siempre lució como lo que era, un torero. Siempre tan derechito, tan esbelto, tan trajeado, aunque fuéramos a un pueblito rascuache. Él iba siempre elegante, dándole su lugar a algo tan serio, como la Fiesta, él era el Maestro y tenía que verse a la altura de su responsabilidad. Sus zapatos, hechos por él mismo, eran de dos colores, en gamuza y charol… y con una mano metida dentro de la bolsa del pantalón, haciendo de lado el saco.
En todas las anécdotas que narraba Jorge, siempre había un personaje increíble, surreal, por ello, no me hubiera extrañado nadita ver llegar a su funeral a uno de ellos.
Descansa en paz Pastelerito querido. Descansa satisfecho del gran legado que nos has dejado, tan solo con haber coincidido contigo en esta vida.

martes, 18 de diciembre de 2012

Con bandera de pirata


Hay días en que las lecciones vienen solas, y sujetos cuyo fin no es darnos una lección, sin embargo lo hacen.
Desde aquella tarde en Zaragoza, que marcase en la vida de Juan José Padilla un antes y un después, este hombre se ha encargado, sin proponérselo de ser un ejemplo para taurinos, no taurinos… para propios y ajenos.
Un hombre revirtiendo su propia circunstancia y creciéndose ante ella.
Ponerse de pie después del bombardeo y observar el desastre, y hacer un recuento de lo que queda, y decidir que con lo que queda, debe volver a empezar en donde lo dejó.
Esa ya es una hazaña.
Empezar de nuevo, pero más fuerte, más valiente y más decidido… si es que se puede. Encarar de frente a la vida, al azar y ofrecer su cuerpo como ofrenda, ante el milagro de seguir vivo.
Y salir en hombros en honor a esta tarde, y en honor a su valor, su coraje y su rabia, demostrada desde siempre.
Y seguir dejando el corazón, porque ese, nadie se lo ha arrancado.
Y llorar lágrimas de las que lloran los hombres, ante la gloria de aquel grito: “¡Torero! ¡Torero!”.