Bilbao 20-08-14
Morante y “Encumbrado”, Nuñez del Cuvillo.
Ver toros es aprender a descifrar la vida y sus enigmas.
Sensibilizarse hasta percibir aquello que no se escucha ni se ve, ni se toca ni
se huele.
Esta faena de Morante es una cátedra de amor. De ese amor
que al principio nos es negado, pero que ante el empeño y la convicción de una
de las partes, la otra acaba cediendo al principio y entregándose al final…
entregándose a su manera, porque nada es perfecto y ahí radica la grandeza del
amor, en aceptar carencias y acoplar circunstancias. En adivinar lo bello, ahí
donde se esconde.
Morante se sintió con ganas, y es gracias a estas tardes,
que uno le perdona otras muchas. Es como aquel amante al que odias, porque quisieras
verlo más, y al que amas… porque a veces lo ves.
Morante salió sensible y sin prisas. Lances hermosos encajando
la quijada en el pecho, para profundizar, como si en este acto corporal, tejiera
una burbuja en la que sólo caben dos.
Cuando un torero está inspirado hay silencio en los
tendidos. Miles de almas calladas, comprendiendo el momento y pronosticando el
arte. Pacientes y respetuosas, porque algo presienten.
Y la reacción ante el milagro, la gente celebra pero con
solemnidad, como si estuvieran en una sala de conciertos. No es la celebración
bullanguera y festiva, al contario, es seria porque se tiene conciencia de lo
trascendente del momento.
Qué forma de irse haciendo del toro… de a poquito…
enamorando, conquistando, con detalles sutiles… sin atosigar.
Morante de esperas… Morante el de sólo dos gritos posibles: ¡Ratero!
¡Ratero! o ¡Torero! ¡Torero!
El momento más emotivo de la faena fue la muerte del toro.
Una muerte lenta, porque fue de toro bravo. Porque no se quería entregar,
porque su raza reclamaba explicaciones. Su Matador, esperando, conmovido,
sabiéndose culpable de esa agonía; y el toro, acercándose a él, como diciendo… “no
pasa nada, porque ese es mi destino, porque no hay nada que perdonar, porque le
diste sentido a mi existencia…” y el otro, acaricia su testuz y lo acompaña
hasta la muerte, sin presiones, concediéndole su tiempo, enternecido, en
silencio, poniendo su mano con dulzura en su cabeza, como quien acompaña a un
amigo a morir. Morante vierte lágrimas por el amigo muerto en la batalla en la
que ambos lucharon.
En esos momentos, entre la vida y la muerte, es
donde se dice todo lo que no se ha dicho, pendientes, perdones, los “te quiero”…
donde se rubrican las improntas y se confiesan los secretos.
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