A nuestros héroes caídos, Eduardo del Villar y Luis Miguel Farfán…
La Fiesta inicia al recibir la invitación. Desde ese momento hay que preparar el atuendo que se ha de lucir ese día, quizá el más importante en la vida. Hay que estar impecable, llamar la atención apenas se arribe al lugar donde será tan magno evento.
Nadie cuestiona quién hizo la convocatoria. Es una Fiesta organizada por varias instancias, todas imprescindibles, todas importantes; algunas relativas al arte, otras a lo místico. Pero hay una tan arrogante, que siempre quiere destacar sobre las demás.
Lo primero, cual dictan las normas, es saludar a los asistentes, observar quien llegó, escuchar la música y aceptar esa copa que ofrecen de bienvenida.
Y entonces, es ella quien aparece, hermosa, impecable, imponente. Vestida con exquisito gusto, siempre elegante, siempre seria. Saluda a todos y baja por la gran escalinata que conduce al salón principal, donde se desarrolla el baile. Quiere departir con los invitados, insiste en protagonizar la recepción, en seducir a todos con su encanto y su misterio; le gusta aproximarse lo más posible, porque goza la cercanía, la sensación de calor del cuerpo ajeno, el temblor, la emoción. Ella es fría y disfruta ser así; es tan cotidiano este contacto, que lo aprovecha para sentirse segura, para ser el centro de atención.
Le molesta ser opacada por otras situaciones, le molesta el arte, un detalle de buen gusto, un alarde de valor, una actitud que denote poder… poder sobre ella. Eso le resta importancia y no lo soporta.
Todos la invitan a bailar, quieren lucirse al máximo en los escasos minutos que ella les concede, es el objetivo de haber asistido a la Fiesta. Pero son conscientes que ella no se conforma con esa pieza, por más sensual y entregada que ésta haya sido. Necesita más para saciar su ambición y los incita, uno a uno, a pasar a su alcoba. Casi todos se sienten tentados, pero son pocos los que sucumben. Saben que aceptar su invitación, los condena a pertenecerle por siempre.
Sin embargo, existen atracciones tan intensas, que no encuentran otro camino que el de la rendición. El deseo se hace insoportable, no entiende de trampas ni de razones, y la entrega se convierte en la más intensa, porque hay convicción. Dos cuerpos, que desde el momento en que se sintieron cerca, se supieron inseparables. Por ello, no hay cabida para el dolor, ni para el remordimiento, ni para el pesar.
Cuando dos voluntades coinciden, lo demás importa poco.
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