lunes, 9 de abril de 2012

Juan y su eterna vocación de morir


El pasado 8 de abril se cumplió un aniversario más de la muerte de Juan Belmonte, acaso el torero más icónico de todos los tiempos. Un torero tan determinante en la historia de la fiesta brava que hasta la revista Times en los años 20´s, le dedicó una portada. Tenía un físico, si bien poco agraciado, si de marcada personalidad. De prominente mandíbula, su rostro es quizá uno de los más representativos del mundo de los toros.
Contaba Curro Romero en una biografía, que cuando niño, un vecino suyo de Camas, tenía a la entrada de su casa a manera de bienvenida, un imponente retrato de Belmonte, como si fuera un santo o una Virgen, porque en Camas, casi todos eran partidarios de Belmonte, aunque ya estaba retirado. Y es que hay toreros que más que figuras admirables se convierten en objeto de veneración, sin proponérselo, predicando de frente a sus miedos y pese a ellos.
Belmonte, un torero inmerso en el mundo intelectual, lector insaciable, devorado por las mismas letras que él devoraba. Contraparte de otro torero de los que trascienden… Joselito, su opuesto en toreo, rival acérrimo en los ruedos y su amigo fuera de ellos. Aseguran los que saben, que una parte de Belmonte murió también aquella tarde de Talavera.
Belmonte, quién dijo aquella frase “Se torea como se es”, revolucionó la manera de torear de su época, cuando no sólo se enfrentaba a las embestidas de un toro, sino además, empezó a experimentar el poder del temple. Poder, porque se trataba de decirle al toro a qué velocidad quería que fuera, y poder, desde el punto de vista estético y de transmisión. Torear más despacio y crear belleza.
Quizá Belmonte desde siempre estuvo predestinado a ser un suicida, por eso, la famosa anécdota de ¡Mátame! ¡mátame!... orden que le dio en su momento a un toro, que resultó, por suerte, desobediente.
Ya retirado, a los setenta años, siendo ganadero de toros y de caballos, murió. Sobran las hipótesis de su muerte, o más bien de las razones que lo llevaron a tomar esta radical decisión. Hay quien dice que fue el anuncio de una grave enfermedad, hay quien dice que más que enfermedad fue un mal de amores. Pudo haber sido la conjunción de ambas. Lo cierto es que, pese a tantos posibles motivos, el desenlace fue sólo uno.
Sucedió donde tenía que ser, en su finca de Utrera, donde tras un paseo nocturno montado en su caballo, reconociendo cada tramo de su amado campo bravo, volvió a casa convencido de que este paseo había sido el mejor epílogo para su historia.

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