La vocación de torero es de las pocas en
cuyas cláusulas, no existen las letras chiquitas.
Los que se decantan por esta profesión,
saben de sobra cual es el precio máximo a pagar y esa mera posibilidad, es la
que le da toda su verdad a la Tauromaquia.
Esto no es un juego y lamentablemente ha
quedado patente una vez más.
Y pese a saber que la muerte es presencia
constante en todo festejo, nunca estaremos preparados para ello.
La muerte es la contraparte de la vida;
quien más vivo se ejerza, más cerca estará de ella. Es parte fundamental de la
Fiesta Brava, la cual es gloria y es drama; es sol y es sombra; de otra forma tan
solo sería una puesta en escena, una mera y banal representación teatral.
Qué liturgia tan difícil, tan cruda, tan
de verdad, tan de valientes. Crear belleza en conjunto con un animal cuya
sangre trae el instinto de combate y cuyas astas traen colgada a la muerte.
Hay toreros a los que el azar designa como
aquellos que han de ofrendar su vida para mayor grandeza de la Tauromaquia.
Para poner en claro que quien se enfrenta a un toro, se juega todo en ello.
Qué más diéramos por hablar siempre de
tardes de gloria, de orejas y de rabos, de salidas a hombros, de fechas
firmadas… de sueños cumplidos.
El sábado 9 de julio de 2016 se suma ya a
las fechas trágicas en la historia del toreo, en donde una vez más, la muerte
se exhibió sin ningún pudor. La plaza, Teruel, España.
El torero segoviano Víctor Barrio salió
vestido como un príncipe a luchar su batalla personal, la definitiva.
El pecho es el punto del cuerpo en donde
nacen todas las pasiones, las emociones, las intenciones, la energía para crear;
donde se aloja el órgano vital, el corazón, que ha de ser puesto en cada cosa
que se haga. En el pecho nace el deseo de grandeza y de gloria.
Justo fue en el pecho, donde Víctor
recibió la cornada del toro “Lorenzo” de la ganadería de Los Maños; una cornada
fatal que le arrebataría la vida, sin siquiera darle la oportunidad de luchar por
ella, porque cuando la muerte es certera, no brinda concesiones.
Sabemos que el deseo de todo torero es
morir en el ruedo, pero no sé si a los 29 años, con toda la vida por delante y
con todos los proyectos pendientes.
La vida de Víctor sirvió como ofrenda para
revalidar un arte que en la presencia de la muerte basa su verdad. Sirvió para
recordar que en esta profesión, aquel que sale cada tarde con los sueños en la
espuerta, puede regresar con la gloria entre sus manos… o no regresar.
Descansa en paz, torero.
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