Admiro mucho a los estudiosos de los toros, que se saben todititas las estadísticas y han leído todos los libros, aprendido todos los pases (bueno, sólo de nombre), los pelajes, los fierros de ganaderías, los colores de ternos etc…
Valoro, además de todo ese conocimiento, lo que te dejan la vivencias, eso que no te da la Plaza México aunque vayas todos los domingos, o ver todos los programas de toros, o saber el escalafón taurino español, sino la afortunada ocasión de vivir momentos inolvidables en lugares poco populares, o de poco “caché”, como puede ser el caso de rancherías o pueblitos bicicleteros.
Es por eso, que hago la primera entrega de mi serie… La otra cara de la fiesta en México o… más allá del Canal de las Estrellas.
Primera Entrega.
Recuerdo que para mi los fines de semana eran diferentes a los de mis compañeritas de escuela… a mi me daba más emoción ir a una ranchería a presenciar una becerrada o novillada que ir a Reino Aventura a treparme a la Canoa Krakatoa… y es que ¿cómo no? si la aventura comenzaba desde poder llegar al dichoso sitio del evento (que generalmente no alcanzaba la categoría de pueblo). Llegar era ya en sí mismo un logro, ya todos conocemos nuestro hermoso México, donde no existe la señalización, y si es que hay alguna, seguramente está equivocada.
La seguna parte era ver dónde era posible ir a un baño, ahí aprendí que un baño puede ser tan extenso como un sembradío de maiz, y que un rollo de papel en ese momento puede cotizarse más que el Euro.
El tercer logro era ver si había qué comer y aprendí también la gran paz que da (más allá de ir a misa todos los domingos) ser previsor y llevar siempre una bolsita de cacahuates japoneses o chicharroncitos de cerdo, porque nunca sabes a qué hora comerás… o si comerás.
De ahí, todo el milagro subsecuente… después del evento... (que ya tendré ocasión de narrar) venía la gran comilona… ¡qué grande es nuestro pueblo y qué grande es la fiesta!… si vienes con la cuadrilla del torero, siempre hay gente que te abre su casa y que se siente honrada de darte de comer, con todo el lujo que lo permite su condición.
Así comí en infinidad de casas de personas que ese día conocí y que seguramente no volveré a ver, pero, que sin embargo, me brindaron toda su hospitalidad y un lugar de honor en su mesa. No olvido el exquisito manjar que fue probar su pollito en mole, con arrocito rojo y muchísimas tortillitas para llenarnos… y siempre salía una botella de Don Pedro.. que con qué gusto nos la echábamos.
Otras veces el menú consistía en barbacoa con su consomecito, que por cierto duraba la grasa una semana adherida a tu paladar…
Cualquier taquito de tripa era motivo de algarabía… siempre había tequilita, limoncitos y sal, música y amigos… que más podíamos pedir… si algo faltaba, alguien abría su cajuela ¡y listo! ¡seguía la fiesta! Sonaba la banda de pueblo, nos uníamos a la procesión del santo patrono, en fin, momentos que con nada los borro, y que con nada los substituyo.
Y entre todo esto, claro, siempre había esos personajes memorables y entrañables, que hacían posible que sucediera la fiesta y que le daban ese toque de magia y poesía. Los últimos románticos, de algunos me ocuparé en otros capítulos pertencientes a esta serie…
2 comentarios:
Me encantó y me llenó de recuerdos este post. Siga escribiendo y desgrane por tafalleras lo que sigue.
Le mando un beso.
Muy buen post. Yo soy de España y logicamente la tradición de siglos celebrando la fiesta pues se nota.
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