lunes, 30 de mayo de 2016

Volver… siempre

Quien ha sentido la plenitud de un instante, la eternidad de un momento, no se achica con una desgracia y tampoco con un periodo de recuperación y rehabilitación; no se amedrenta con jornadas llenas de dolor; con noches de insomnio llenas de dudas; con nostalgias de otros tiempos; con sueños convertidos de pronto en pesadillas. 
Que para eso está la convicción, para transformar esas pesadillas, de nuevo en sueños. 
Porque los toros son comparables con la vida… y la vida con el amor. 
Y entonces estamos para ilusionarnos, para soñar, para amar, para entregarnos, para confiar; y si el destino da un giro de 180 grados… para caer una y mil veces, para llorar y para no dormir; para dejar de comer y de pensar; para malvivir días, meses y años; para autosentenciarnos a no volver a amar jamás. 

Pero por fin un día nos levantamos ligeros y optimistas, nos asomamos a la ventana y el día está tan hermoso, que nos sentimos valientes. 
Por fin, andamos de nuevo sin dolores; hablamos sin llorar y entonces tal vez… ¿por qué no? nos dan ganas de poner en riesgo todo y vestirnos con las mismas ropas, sin hacer caso de costuras, ni remiendos; que los remiendos sirven para reforzar tejidos; que las cicatrices tan solo evidencian lo que hemos crecido. 
Y de nuevo, a jugarse el corazón a una sola carta. 
Antes hay que reestructurar procedimientos, replantear estrategias, calibrar mecanismos, aunque lo cierto es que ya de cara al torbellino por enfrentar, lo único válido es la convicción. Enfrentar miedos y evitar precauciones, volver a echarse el capote a la espalda y caminar firmemente a los medios, con la mirada fija en el objetivo y los oídos sordos al ruido. 
Nunca nadie ha llegado lejos haciéndole caso a sus miedos. 
Y luego, saborear las recompensas a tanta osadía… sentirse de nuevo de vuelta; sentirse vivo; sentirse vigente; sentir de nuevo el corazón saliendo del pecho. 
Después de una caída, que cada quien tome su tiempo para recuperarse, para asimilar el miedo; para rearmar el cuerpo fisurado. Para aceptar que duele, porque duele. 
¿Cuánto tiempo toma recuperarse? ¿qué importa? 
Pero detrás de una caída tenemos dos opciones: levantarnos o quedarnos en el suelo. 
¿A qué se le debe tener más miedo? ¿a volver a sufrir? ¿o a vivir una vida sin pasión? 

El pasado 24 de mayo David Mora reapareció en Madrid, tras aquella terrible cornada sufrida en 2014 en esta misma plaza y que lo tuvo mucho tiempo inactivo; cortó dos orejas a “Malagueño” de Alcurrucén y salió por la Puerta Grande.

martes, 17 de mayo de 2016

Cómo liberar a un espíritu encarcelado

Cuando sea prudente y se percate del más mínimo descuido… en el momento en que halle a su celador distraído, busque una rendija por la cual escabullirse; una puerta entrecerrada por la que se haga delgadito y quepa; una ventana para poder saltar. Escápese por donde menos se lo esperen; escápese por su cuello, por su ombligo, por su estómago o por su oreja.
No le de la victoria a esa muerte traicionera, que titubeó en el último instante, que dudó cuando no debía; que se arrepintió a la mitad del trato y ahora tiene a la mitad de usted.
Pero tiene la mitad que menos nos hace falta, porque es su espíritu su mayor tesoro, al que envidian tantos por la riqueza que posee.
Su espíritu, el mismo que le ha dado la gloria, debe obtener de nuevo su libertad, la que ahora le quita un cuerpo que ya no le pertenece; ese cuerpo ya le queda chico y hay que soltarlo. Hay que desplegar las alas y volar, como siempre lo ha hecho; porque usted es un valiente, porque nunca le ha importado el qué dirán, porque su rebeldía es la que todos quisiéramos tener. Que lo vuelvan a envidiar por su osadía, aquellos que no se atreven a nada.
Cuando el cuerpo estorba, es porque el alma ha crecido, entonces hay que abrirle una puerta para que se eche a correr, sin mirar para atrás. Déjenos a los que nos duele verle prisionero, distraer a sus carceleros, hablarles de trivialidades, mientras usted encuentra por dónde huir; por donde se ve aquel reflejo, que señala todo lo que quedó pendiente. 
Usted ha entrado hace mucho al salón de los inmortales gracias a las tormentas que lleva a cuestas, a su arte, a su genialidad, a su valor, a su estampa antigua, a su juventud a pesar de su edad, esa juventud que tanto trabajo les da entender a los que desde siempre han sido viejos.
Prepare su hatillo y váyase; retome esos caminos de polvo, los mismos que andaba cuando era maletilla, con los mismos sueños de entonces, que no queremos verle de otra forma, porque sabemos que usted tampoco quiere verse de otra forma.
Despójese de lo que le estorba; eche al río su equipaje. Váyase despacito y en silencio; hágale un desdén al destino, que hizo su trabajo a la mitad, cuando usted, Maestro, siempre ha merecido la totalidad.
Así como hizo usted un conjuro y de unos días para acá, nos ha convertido a todos en llanto, ejérzase de nuevo como el maravilloso brujo que es y transfórmese en viento, en suspiro, en el humo de su puro o en el eco de un rotundo ¡Oléeee! tras algún trincherazo magistral.